jueves, 27 de octubre de 2016

Cuento: "No se debe volver"



Era un día de cine mudo, casi sin nubes. Luego del desgarramiento las grises nubes comenzaron a tomar el poder por la fuerza, difuminándose por todo el ancho cielo. Ella me miraba como queriéndome rasgar la carne por dentro hasta hacerme caer al suelo y pedir clemencia. Como si no hubiese entendido el significado de sus palabras, pedí que me las repitiera:



-Lo siento, de verdad, pero te dije que nada más lo intentáramos.


Yo nada comprendía y sin embargo ahí estaba, plantado ahí frente a ella con raíces cada vez más débiles. Resistían hasta el último aliento.



Primero se demoró en abrir la puerta. Yo no tenía idea dónde se encontraba pero tal vez ese fuego que nace cuando uno advierte perder todo, tal vez el delirio, me hizo reiterar los golpes, que se sucedían en tibios a veces, un par fríos. El ladrido del perro, la imagen pretérita de estar juntos ahí dentro nada más un par de días antes me hizo reiterar, hasta que, luego de no sé cuantos intentos (espero se comprenda la inutilidad de pensar y de contar en ese volcán), apagado ya, di media vuelta y me fui. No habría dado más de cuatro pasos y entonces oí su voz.


-¿Qué quieres?
-¿Que qué quiero? –los dedos me temblaban. Ella tenía un hálito, un aura de existencia fría.
-Ya hablamos de esto –nunca habíamos hablado nada, ella no supo explicar la fealdad del asunto, y yo quería que lo hiciese.
-Pero es que necesito que me expliques, cómo tan de súbito, si ayer nada más…
-Lo siento, de verdad, pero te dije que nada más lo intentáramos.
-Pero cómo se te ocurre cómo se te pasa por la cabeza es que no tienes corazón tanto tiempo y me vienes a decir que sólo fue un intento es que tan poco valgo pero.


Dióse media vuelta, cerró la puerta. Sí que me dolió que no haya dado un portazo, tan poco le importaba que no pudo dar un puto portazo, una muestra de ira pequeña, de rabia porque ya todo estaba finiquitado. No. Nada.



Me comporté como estatua, sin saberlo, un lapso indefinible de tiempo. Qué era el tiempo, no lo sabía. Me puse a andar como autómata, dirigido por una voluntad ajena, con pisoteadas débiles, de mosca con ala rota, de hormiga destruida, adolorido. El cielo estaba cubierto de alientos grises. Sin ánimos me pregunté si acaso eran mis suspiros. Es que yo no me escuche suspirar, eso es lo terrible. Pero recuerdo suspirar para arriba. Tuve que mirarme la mano y reconocerla y no pude. Tuve que repetirme sus palabras, una por una, para ver si era la misma de la de ayer. Es que no me lo explico; y es que no tenía mayor explicación que la del capricho de quien quiere y de quien bota. Levanté con todas mis fuerzas los ojos al cielo, me pregunté por la eternidad, por lo finito, por el tiempo y lo efímero; no obtuve respuesta alguna. Dios no existía cuando me dejaste.


Cayeron un par de gotas, demás que sí; pero no me di cuenta. Ya ni eso importaba. Mañana estarías tú como si nada, sonriente como siempre, cambiante como nunca, ajena, como menos lo esperaba. Qué había hecho mal, qué había hecho bien. El balance era azaroso. Esperé hasta que se hiciera de noche, quería estirar las horas, para volver a mi casa. Me esperaba a mí la torta: “Felices 18”.


                                                                                                              Septiembre del 2014

Cuento: "Cedra"



Cedra, como le decía su círculo más íntimo –y el más numeroso-, esbozó sus primeros textos ya pasados los diez años. Las Odas de Neruda le resultaban insufribles y seguramente escribía más que leía. La infancia fue normalucha. Su primera felicidad –o el bocado de éxtasis- llegó en el colegio: la biblioteca escolar había preparado un concurso de relatos. Los premios eran los siguientes: para el primer puesto: los dos tomos del diccionario de la rae más un libro a elección de la biblioteca, para el segundo: un par de libros de Isabel Allende que, en ese tiempo, pegaba mucho pero no se encontraba en librerías; para el tercer puesto sólo mención. Cedra tenía ya dieciséis años y una corta pero fecunda relación con la literatura.

A Cedra le cargaban sus compañeros; aunque no tuvo muchos encuentros con ellos porque sabía defenderse, aparte de su estatura más allá del promedio y poseía una fisonomía discreta pero desafiante. No le gustaba su pelo, negro ordinario, que parecía de una deformidad irracional –a ojos de él, claro-. Caminaba cabizbajo, subordinado quizás, pero ocultaba un narcisismo casi delirante.

Como era de imaginar: casi nadie se presentó al concurso. Sólo él y unos cinco o seis alumnos. Ni le importó. Mejor, tal vez, quién sabe. 

El relato que mandó extrañó bastante al bibliotecario. Básicamente era un trasunto descarado, un dardo a todo lo que le rodeaba. El argumento, de carácter simple, era más o menos la historia de un hombre solitario –no por gusto, sino por el azar- que todos los días recorría el centro, las plazas, con o sin pretexto. Una característica fundamental era la de asaltar a cualquiera en busca de un encendedor, guardándose el suyo en el bolsillo del pantalón, sólo para tener cierto contacto humano. Una noche decidió adentrarse directamente en las relaciones. Ancló la vista en la Plaza de Armas frente al Teatro de la UdeC y notó a una mujer, y la sintió igual a él. Ella estaba fumando. Luego de haberle pedido fuego despacito se sentó al lado de ella. Hablaron. Le dio su número y prometió contacto luego. Poco antes de llegar a su casa al hombre lo asaltaron, con resultado de muerte.

El bibliotecario, que llamaremos Javier, le dijo al joven que hojeaba las páginas de Pedro Páramo que por qué había escrito lo que había escrito. Pues porque me gusta el realismo, le dijo. 

No tardó Javier en hablar con la manada más culta del colegio acerca de Cedra. Esto lo supe por oídas, pero me parece completamente factible. El hecho es que el profe de filosofía lo leyó, la de historia y el de lenguaje. Un jueves a la salida del colegio el de filosofía abordó al muchacho y luego del rodeo necesario le preguntó al estudiante que por qué el final del relato. No sé, a mí me parece necesario, le dijo. Por qué. Siento que debería preguntarle cómo sabe del relato, aunque sea obvio. Es que quedó preocupado. Y qué ahora llamarán al psicólogo del colegio o qué. No, no; incluso todo lo contrario le gustó bastante, y a mi igual. Bueno gracias, profe, pero no sé qué puedo decirle. Qué libro estás leyendo ahora. Las manos sucias de Sartre. Ten cuidado con las lecturas, después empezarás a faltar al colegio y cosas así. No se preocupe profe, no sé ni quiero saber qué es lo que leo. Era broma, pero ahora en serio no todas las lecturas son en cualquier momento, si andas mal y lees a Camus, por ejemplo, no sé, no te lo recomiendo y te lo digo no ya como profe. Bueno, gracias, supongo; que esté bien, profe.

Esa tarde Cedra llegó, no vamos a decir desolado, pero sí algo triste a su casa. Se sentía adolescente en el peor sentido de la palabra: cuestionado, coartado. Una soga apretaba su garganta y sin saber por qué se echó a llorar. Al día siguiente hizo la cimarra. Siguió de largo hasta el centro y se arrastró por las superficies literarias de Concepción, hasta que llegó a la Plaza de Armas. Se acercó al Teatro a ver qué había y, una vez resuelto la interrogante monetaria, compró dos entradas para ver ese día El empresario de Mozart. Esperó hasta bien tarde a puro Nescafé. Finalmente ocupó ambas entradas.

Dejé de ir al colegio hace tiempo. Naturalmente todos, incluyéndome, olvidamos la existencia de ese relato al cabo de unas semanas. Ya pasado algunos años, y frente a la totalidad de sucesos que de mi vida hubiese podido narrar, preferí este, el de mi adolescencia; el otro día escarbando entre las cosas del colegio encontré la hoja con el relato y me sorprendió su profético lenguaje. Todos los tardes me encuentro pidiendo fuego a alguien de la Plaza.

Demás está decir que no gané ningún puesto, a pesar de que era segura la mención. Me han asaltado un par de veces, producto de mis empresas libertinas con alguna mina o por quedarme hasta tarde en el cine o en el teatro o puro fumando. Pero eso le puede pasar a cualquiera ¿no?


                                                                                                                            Septiembre del 2014

Cuento: "El loco"



-¿Oye y has leído a Kipling?

-No me vengái con huevadas.

-Y dale, ¿Cómo entonces leís a Borges?

-Ah, pero el argentino es universal.

-A Borges le encantaba Kipling.

-¿Y quién te dijo a vo que yo soy Borges? Ya, prende el cigarro mejor.

-¿No encontrái que fumái demasiado?

-Oh, qué andái latero.

-Ya, toma. Puta qué lindo el atardecer, ah.

-Sí.

-¿Te acordái de la Camilita?

-Sí.

-El otro día supe que andaba con tu hermano.

-Ah, sí. Pero yo me la comí primero. Oye se me apagó el cigarro.

-Mala suerte bro, era el último fósforo que me quedaba.

-¿Y por qué tan rancio?

-Me compré los Relatos de Kipling, si te conté ya.

-¡Y en eso se te va toda la plata!

-Me da lo mismo, me la da mi viejo y para esos fines, así que no me hueís.

-Qué suerte la tuya, hueón. Y más encima robas los de la biblioteca.

-¡Pero si les sale una cagada de plata!

-Tranquilo, yo te digo no más.

-Aparte tu andái robándolos pa puro revenderlos.

-¿De dónde sacaste eso?

-Fácil: andái con algo de plata y con muchos libros en la mochila.

-Ya ¿y?

-Esos libros no te los compraste. Ves. Biblioteca municipal, clarito dice, hueón.

-Pero lo mío es por urgencia, ya sabís que no encuentro pega y la plata me busca, me picotea.

-Por último, ¿te leíste éste?

-Sí.

-¡Pero si es de Kipling, mentiroso reculiado!

-A ver, deja de hueviarme tanto. Yo me consigo las monedas solo.

-Robando libros que no lees.

-El otro día nada más me dijiste que te robaste tres y aún te falta por leer los otros dos de Cortázar.

-Sé que algún día los leeré.

-Ya, ya, sí, sí.

-Sentémonos en la banca, tengo los pies pa la cagá.

-Sí, yo igual. Disculpe ¿Tiene fuego? Vale gracias.

-No me echís el humo en la cara, gay.

-Deja de ser tan perseguido, además también echái el humo a la cara de todos.

-Déjame ser indiscreto, mejor. ¿Por qué te gusta tanto Camus?

-¿Y a qué viene esto?

-Es una pregunta, nada más.

-Me gusta El extranjero.

-¿Te sentís extranjero?

-Quizás.

-¿De qué?

-De todo.

-Hueón mira: ¿es la Camila ésa?

-Mierda.

-Ése no es tu hermano.

-Puta malnacida. Bueno, me da igual. Se lo merece el hueón de mi hermano. Andemos un poco; tampoco es que quiera toparme con esa zorra.

-Espérate. Ahora es zorra, antes parecíai María llorándole en su puerta ¡Ay! Hueón, no me peguís en el estómago, sabí que tengo mal estado.

-Erís un pasado pa la punta.

-¡Teníai diecisiete! Ya pasó olvídalo.

-Ése día tenía diecisiete.

-¿Cómo eso?

- Desde el día siguiente no me sentí ni mal, ni bien. No sé. No sabría explicarte mucho.

-No fuiste a clases por todo el mes, lo recuerdo.

-¡Y qué rabia cuándo supe que ella había ido al día siguiente más sonriente que nunca!

-Ves ¿Cómo que no te sentiai mal?

-Me refiero a algo más interior.

-Pero explícate.

-Sé que ése día cumplía diecisiete, pero al otro día me sentía atemporal.

-Ya te estái poniendo.

-Es enserio, hueón.

-A ver, sigue.

-No tiene mucho más. Pero hasta ahora creo que no, que no siento que haya pasado el tiempo, como que ahí se estancó todo, sabes. Nunca sentí como… cómo se dice… sí, eso hueón, nunca antes tenía noción de linealidad de tiempo. O sea, sabía que una de dos o vivía más o me faltaba menos para morir, pero poco más. Claro.

-¿Entonces, a ver si te entendí, te sentís aún con diecisiete?

-No, es que no siento nada. Como que todavía estoy ahí parado fuera de su casa, como si fuera el llano o la pampa o cualquier hueá parecida pero nada de casas ni urbanidad ni nada.

-¿Quedaste traumado, hueón?

-No. No sé.

-Mira, ahí viene la Camila. Cacha, viene para acá. Y te está mirando. ¿Qué pensai hacer?

-¡Hola!

-Hola.


                                                                                                                Septiembre del 2014